domingo, 16 de diciembre de 2007

Buenos días

Me gusta el olor a sudor por la mañana. Huele a... victoria. Me despierto cansado y con cierto rastro de resaca, pero el ver esa melena negra esparramada por el cojín me hace despertarme bruscamente. Me inclino sobre su cuerpo, que yace recostado de lado y respirando apaciblemente, por tal de verle la cara deseando que toda esa belleza que me embargó ayer en la discoteca no fuera producto de la borrachera que llevaba encima. Miro esos ojos ligeramente rasgados y esa sonrisa angelical y me alegro de que a pesar de tener un ciego considerable sea capaz de no distorsionar del todo los cánones de belleza socialmente establecidos. No quepo en mi gozo cuando confirmo que definitivamente he pasado la noche con una tía buena. Mientras camino en gallumbos por su piso buscando la cocina con el objetivo de prepararme un café me embarga la desesperación de que no recuerdo nada de lo que ocurrió después de llegar a su piso. Acostarme con una diosa no es algo que me ocurra a diario precisamente, y para un día que ocurre ¿voy y lo olvido sin más? Esto no puede ser. Rebusco en armarios y estantes buscando el ansiado café y hago una mueca de satisfacción cuando lo encuentro. Recuerdo que bailó bastante rato conmigo antes de proponerme ir fuera a fumar un cigarro. Ante su propuesta yo no sabía como reaccionar, estoy acostumbrado a que las chicas bailen conmigo, incluso arrimando cierta cebolleta, pero nunca había pasado de ahí. Me gusta pensar que les gusta bailar conmigo porque a pesar de que van a acabar follándose a otro, el rey de la pista soy yo (o eso es lo que me dice mi amigo Jack Daniel’s), pero la cruda realidad es que a nadie le gusta estar en una discoteca con un grupo de amigos si hay un bulto anclado a la barra observando cada meneo de cadera que hacen las féminas de las inmediaciones. No se porqué ayer fue diferente, la cuestión es que al cabo de un momento estábamos en un callejón, en manga corta en pleno diciembre y sudados de arriba abajo. A partir de ahí empezó el famoso tanteo del que ya me habían advertido. Así como un macho, si por él fuera se lanzaría a beberle el alma a morro a la chica en cuestión, las mujeres prefieren competir, y quiero resaltar la palabra competir, en un juego tan complicado como carente de sentido: el flirteo. No me pidió que la abrazara, me dijo que tenía frío. No me preguntó si estaba guapa, empezó a juguetear con su pelo mientras yo le frotaba los brazos para que entrara en calor. No me preguntó si me gustaba, se giró y plantó su espalda en mi pecho, dejando que mi entrepierna contestara por mí. Cuando la presión del pantalón era ya evidente e indisimulable no me dijo que la besara, se limitó a alzar la vista por encima de su hombro y mirarme a los labios. Con eso, se supone que yo debía interpretar que quería un poco de amor vía oral. Pues como estoy un poco verde en el tema, me quedé mirándola esperando a que me dijera algo, obviamente. Al fin consigo descifrar el modo de poner en marcha el puto microondas y me quedo mirando como la taza de café gira sobre sí misma durante dos minutos y medio. Cuando se cansó de esperar se giró y rodeó mi cuello con sus brazos y optó por la misma táctica que antes, esta vez a dos centímetros de mi boca. Supongo que aquí ya no había lugar a dudas, e incluso un cateto como yo sabía a lo que iba. Así que la besé.

No sé cuanto tiempo me pasé besándola mientras la empotraba violentamente contra el escaparate de un comercio local. No sé si estuvimos cinco minutos o media hora. Sólo recuerdo nuestras lenguas jugueteando en boca ajena, dando vueltas y vueltas, entremezclando el sabor de mi whisky con su gusto a vodka. Recuerdo que llegó un momento en que no aguantábamos más la presión de nuestras respectivas lívidos y, entre jadeos de desesperación y ansia contenida, decidimos coger un taxi que nos llevaría a su apartamento. El timbrazo del microondas hace que le vuelva a prestar atención. Abro la puerta del aparato y bautizo la taza con un chorrito de leche fría y dos cucharadas de azúcar. Recuerdo que en el taxi ella tenía la mirada fija en la carretera y la cubría un manto de oscuridad que, a pesar de la luz que entraba por la ventanilla, sólo dejaba entrever sus preciosos ojos. Sin que ella despegara la mirada de la luna delantera, su mano empezó a frotar con ternura mi pantalón y éste le contestó “adelante”. Bajó con sumo cuidado la cremallera e introdujo la mano calmadamente bajo mis calzoncillos. Lo hizo con tanta templanza que prácticamente parecía que sólo quería explorar el terreno. Supongo que no hace falta que os explique lo difícil que me resultó no gritar y fingirle al espejo retrovisor que estaba observando la ciudad de Barcelona pasando veloz por las ventanas del taxi.

Una vez llegados a su piso sobraban las palabras y la ropa. Nos besamos mientras nos desnudábamos desde el recibidor hasta la alfombra que hay en frente de su cama. Recuerdo que eso me dio morbo: el que no hubiéramos sido capaces siquiera de llegar a la cama. Recuerdo que en ropa interior me pareció de las cosas mas bonitas que había visto jamás. Era esbelta y tenía el cuerpo firme. Y cómo me arañaba la espalda... Al girarme en busca de la nevera veo una silueta plantada en el marco de la puerta de la cocina. Lleva una de esas bragas que parecen pantalones ultra-cortos, y una camiseta que deja pocas dudas a la imaginación. Pelo despeinado y mirada risueña y una sonrisa. “Buenos días” dice.

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