Mi nueva bufanda
- ¡Mierda, mi cigarro! ¡Se me ha caído!– dice Jonás rebuscando por debajo del asiento del copiloto del coche mientras Yona lo mira con una mirada de desaprobación poco antes de arrancar.
Jonás se había presentado a la cita un poco tarde y con una turca encima que apenas se sostenía en pie. Y todavía no eran ni las diez. Nos reunimos con el resto de la trouppe y nos separamos en dos coches. De camino al restaurante Jonás nos explicó a Yona y a mí lo bien que se lo había pasado en la cena de navidad a costa de la empresa y lo mucho que había amortizado la barra libre, aunque esto último no era necesario que lo dijera. Llegamos al restaurante y se pidió una cena abundante acompañada de un café solo. El resto estábamos atentos a cada una de sus palabras alcoholizadas y cada uno de sus gestos. Habíamos pedido vino para cenar para ver si conseguíamos alcanzarle el ritmo a Jonás, pero lo cierto es que ya nos lo pasábamos bien viendo lo que hacía y decía, disfrutando por primera vez desde hacía tiempo de una sobriedad absoluta. A lo largo de la noche fuimos caminando Borne “paquí” Borne “pallá”, de bar en bar buscando uno donde sentirnos cómodos y poder emborracharnos a buen precio. Esa noche quemábamos el último cartucho de la semana y le pegábamos el primer viaje del mes a la cuenta corriente. Esa noche vivíamos y moríamos por echar litros y litros a nuestras tripas cerveceras, pero sobretodo esa noche era para nosotros. Tarde o temprano empezaron a darse las primeras bajas con excusas ya estereotipadas y dadas de sí como “mañana trabajo” o “la parienta me espera despierta”. Un poco más desanimados, porqué no decirlo, Jonás y yo proseguimos con nuestra ruta de borrachuzos por un par de bares más, hablando primero de tonterías, luego de traumas infantiles, luego de lo buenos amigos que éramos para volver finalmente a las tonterías. Al salir del último bar que íbamos a visitar esa noche, Jonás casi se olvida su bufanda colgada en el asa de la silla y yo la recogí mientras él pedía la cuenta.
Una vez fuera, de camino a casa y abrigado con la bufanda de Jonás, éste me dijo que me la quedara. Que era una bufanda que en su momento él no pudo permitirse, pero que ahora que la tenía prefería que me abrigara a mí en las noches gélidas y que esperaba que significara para mí lo que en su momento significó para él. Lo cierto es que no recuerdo casi nada de lo que me dijo, pues en aquél instante estábamos en el momento álgido de la borrachera. Sólo recuerdo que me soltó un discurso tal que no me arrancó las lágrimas de puro milagro y que no supe que decir ni cómo agradecérselo. Seguramente me quedé callado o le solté alguna tontería para romper un momento tan emotivo. Alexitimia. Así es como se llama y hace poco que descubrí que tenía nombre. “Incapacidad para saber ni expresar verbalmente como se siente uno mismo”. Y es por eso que evito los momentos serios y no tolero que nunca nadie diga algo excesivamente bueno de mí, no sé ni como tolerarlo y se me quiebra la voz a la hora de agradecer un cumplido. La cuestión es que no supe decirle a Jonás lo mucho que significó eso para mí, a pesar de que la situación estuviera provocada, si no totalmente sí en gran medida por las grandes cantidades de alcohol que habíamos consumido esa noche. La cuestión es que me sentí bien, y también me sentí bien esta mañana cuando sentía ese calorcito recorriendo mi nuca, pues me había puesto mi nueva bufanda.
1 comentario:
que si, que me lo podría callar. . pero a mi son estos relatos los que me molan. Sencillos y cercanos. Te lo compro
Publicar un comentario